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UNA COPLA CARNAVALERA

  • Foto del escritor: Juan Baldeón
    Juan Baldeón
  • 3 mar 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 7 mar 2019

A las puertas de la cuaresma, ya se escucha entre las casas “la voz del Carnaval”, ya se arman hasta los dientes – con carioca, globos, huevos y harina – los vecinos, ya se desempolvan las pailas de fritada, ya la gente se prepara para poner un paréntesis en su vida cotidiana. Se avecinan, entre otras cosas, el exceso, la irreverencia, el enmascaramiento y la felicidad. Las casas desvisten sus seguridades. La cerveza se vuelve requisito indispensable de cada mesa. La música y el baile se respiran en cada esquina. ¡Pobres los ojos que no entiendan esta fiesta en su profundidad!



Huilo Ruales Hualca, escritor ecuatoriano laureado como el maestro del esperpento, advierte en una de sus crónicas una de las características antes referidas. “Exceso, en eso consiste el Carnaval. En desbocarse. En salirse del cubo en donde se retoza unos sobre otros. En conectar la alarma de incendio, voltear la cama, colgarse del balcón, pintar de vacío el espejo”. A quien tenga el tiempo, las ganas y la disponibilidad le queda sugerido el texto completo de Huilo Ruales, “Agua cortada”, recogido en un pequeño libro titulado “El alero de las palomas sucias”.


El exceso que se vive en Carnaval evidencia nuestra mixtura, nuestra pertenencia a estos y otros parajes, nuestras raíces propias y ajenas. La fiesta es el resultado de pasar peinilla, gel y perfume sobre las fiestas paganas en honor al dios Baco. La iglesia católica “adecentó” estas festividades y propuso el Carelevare, traducido como el “adiós a la carne”. Este periodo antecede a la cuaresma, tiempo en el que, según la tradición cristiana, está prohibido el consumo de carne. Es decir, previo a abstenerse de placeres durante 40 días, la iglesia permite el exceso durante cuatro. No obstante, en el mundo agrícola, está fiesta coincide con el florecimiento. Es posible pensar que, tras el placer de ver abrirse a la naturaleza, venga el tiempo de la contemplación, el recogimiento y la theoría. Exceso previo a la abstinencia, es la lógica del Carnaval. Mutatis mutandis el mismo principio aplica para la noche anterior al matrimonio de cualquier despistado, la última cena de cualquier desgraciado o el frenético adiós sexual de dos enamorados.


No sólo exceso receta el rosario del Carnaval, sino que, también, recomienda irreverencia. La irreverencia es el desacato, la rebeldía y el cinismo. Irreverente es aquel que, justamente, no presta reverencia a nada ni a nadie. El Carnaval propone esta rebeldía, invita a poner al mundo de cabeza. Una botella de carioca Windsor, la que “no mancha” pero sí ensucia, se convierte en la herramienta para ridiculizar a la autoridad. Los huevos, la harina y el agua se vuelven el credo de guerrillas urbanas que, carnavaleando carnavaleando, van dejando huellas en las calles. El padre cae vencido ante el niño, el policía se revela incapaz de contener el desorden, el poder político cae ante el ingenio de quienes destapan hidrantes para compensar la sequedad de las piletas, en suma, por un momento, el orden social da un brinco.


Para seguir completando el cuadro del Carnaval no se puede obviar el enmascaramiento. Aunque en otros países esta característica de la fiesta es más evidente, en el Ecuador no faltan los disfraces, aun cuando se recicle la misma careta de payaso usada en Fin de Año. No obstante, no siempre es necesario usar un disfraz físicamente perceptible. Todo el tiempo somos máscaras, porque todo el tiempo somos personas. La palabra griega “prosopón”, que más tarde derivó en “persona”, significaba originalmente máscara. Sin embargo, aunque a diario tengamos que acomodar elásticos tras nuestras orejas, el Carnaval permite ampliar nuestro gabinete de disfraces. Al disfraz de hijo, hija, amigo, estudiante, trabajador, ama de casa, pobre, puta o ratero – a cualquier identidad social enmascarada - se le suma, una vez al año, el traje de libertino. Hemos de andar en pantaloneta, tapándonos los pies con unas Crocs piratas, con tinta chorreando por las mejillas, con una cerveza en la mano y una bomba marca payaso en la otra. Y no olvidemos lo que el pensador esloveno Slavoj Žižek sentenciaba respecto a las máscaras, hay más verdad en ellas que en el sujeto tras ellas o, en palabras de Lacan, “la verdad está estructurada como ficción”.


El resultado final de esta fiesta es lo que Freud, aquel desocupado pensador austríaco, atinadamente designó como un valor no cultural, a saber, la felicidad. Por supuesto, la felicidad – entendida como la satisfacción absoluta del principio del placer – no puede darse en un sistema cultural, porque éste implica la renuncia al placer propio en nombre del bienestar colectivo. En pocas, aguantarse las ganas de estar con otra en nombre de la reproducción del modelo social vigente. Sin embargo, la felicidad puede darse en aquellos momentos en los que la cultura – entendida en el sentido freudiano – es puesta en pausa, es silenciada por un breve periodo, tal como bloquear a un ex en WhatsApp. Todos sabemos que algún rato vuelve, así que carpe diem y ¡a disfrutar este feriado!

 
 
 

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